La primera mañana en el Chaltén había empezado bien, con un clima templado, poco ventoso y despejado. El Fitz Roy se veía magnífico y con él todo su agreste entorno que cobija el pequeño pueblo.
Emprendimos la caminata cerca de las tres de la tarde, por el bosquecito que rodea la casa, a orillas del río.
El viento que empezaba a soplar desparramaba el aroma dulzón de las flores amarillas de la paramela, muy parecido a la canela.
A medida que el sendero se introduce entre las lengas, divisamos el cerro Madsen, más allá la laguna de los Tres, el cerro Eléctrico y, a lo lejos, el valle del río homónimo.
Sólo se escucha el ruido de los árboles muertos, ahuecados por una isoca que ataca a los ejemplares más viejos y que las ráfagas hace caer sobres sobre los demás. Cada tanto se cruzaban volando algún chal o bem-bem. La atmósfera parecía encantada. En estos rincones solía establecer uno de sus campamentos base el padre salesiano Alberto María de Agostini. Pensar que recorría estos inclementes valles y montañas envuelto en su sotana, con su cámara y escritos. nada parecido a los complejos equipos de los alpinistas que llegan hoy a El Chaltén.
Una hora a paso firme y ya estábamos en el glaciar Piedras Blancas, encallado entre las montañas. Con Ignacio nos sentamos a observar sus antojadizos accidentes y a disfrutar de la paz del bosque, hasta que nos corrió la lluvia. El Pilar nos recibió con el hogar prendido y unos reconfortantes mates en la cocina. Después de un reconfortante baño, alemanes, canadienses, norteamericanos y otros viajeros esperábamos la noche en torno al fuego, intercambiando nuestras experiencias e historias, que la naturaleza de El Chaltén empezaba a escribir. |